Cada vez que Venezuela se ha sumido en medio de las reiteradas crisis que han servido de ladrillos de mejor o menor calidad en la construcción de la nación, aparecen importantes debates sobre el papel de las fuerzas políticas en relación al tipo de país que queremos. Sin embargo, en nuestro presente parece darse una excepción epocal, de una sociedad con una clase política poco dispuesta a comprender la relación de los fenómenos históricos del presente con una serie de fenómenos históricos precedentes; o a decir de Leibnitz, que “el presente es hijo del pasado y padre del porvenir”.
No es la primera vez en más de cuatrocientos años de historia que las dificultades para superar la desunión y la disgregación no permiten el desarrollo estable de un proyecto histórico más allá de un hombre o una revolución. No es la primera vez que las costumbres y la idiosincrasia de nuestra sociedad desordenan un intento por aplicar “avanzados principios políticos” sin considerar las naturales resistencias que suelen presentarse hasta a las más nobles causas. Tampoco es la primera vez que las fuerzas políticas y sociales encuentran más incentivos para trabajar a favor de la atomización que de la integración basada en un proyecto histórico o al menos en un sentido estratégico de la política en sí.
Durante casi 100 años de historia republicana este ha sido el leitmotiv de corrientes caudillistas que plagaron al país de muerte y desolación en nombre de banderas políticas que amparaban antinomias ideológicas como el conservadurismo o el liberalismo, el centralismo o el federalismo. Pero la normalización de la política como espacio para la discusión de estas diferencias en el seno de las instituciones, o a través de mecanismos institucionales –y no en el campo de batalla-, no necesariamente ha jugado a favor de la prevalencia del sistema de democrático como garante de la unidad de la nación y la integración de la sociedad.
El respeto a la ley y la simple obediencia a las instituciones del Estado no han jugado a favor de la consolidación de una cultura política democrática capaz de crear mecanismos adaptativos basados en el aprendizaje que se desprende de cada época, conforme interactúan factores antropológicos, sociológicos, económicos y geopolíticos en la configuración de coyunturas producto de guerras internas o externas, desastres naturales o pandemias.
Más allá de la posibilidad de ejercer derechos parciales de ciudadanía bajo gobiernos dictatoriales que garantizan prosperidad económica, o el desencanto por contar con plenos derechos políticos y sociales, pero en medio de la debacle productiva, el desempleo y la hiperinflación, resulta pertinente hacer mirar a la sociedad venezolana a la tarea pendiente de pensar una nación que pueda mantener su integridad y vigencia como proyecto republicano, no solo ante algún tipo de amenaza externa sino ante el faccionalismo político, el agotamiento de la infraestructura pública y la violencia que carcome las fronteras o las minas a través de la acción de la delincuencia organizada.
Los partidos políticos son componentes esenciales en esta tarea, como lo son las divisiones, las brigadas y los batallones en el plano de la guerra. Pero en este caso con mayores y mejores niveles de organización y entendimiento de situaciones complejas, capaces de mirar no solo la batalla para ganar la guerra sino de lograr que a mayor complejidad de las interacciones sociales, se profundice la democracia como equilibrio entre desarrollo y ejercicio de los derechos.
La unificación de lo político pasa obligatoriamente por la integración de lo partidista en términos de reconocimiento y no de adopción de agendas que se diluyen entre la generación de expectativas irrealizables y un tipo de oportunismo que ha dado pie a la estructuración de una complicada red de clientelismo que se mueve entre las aguas del chavismo y la oposición.
Los venezolanos y las venezolanas están ávidos de un nuevo modelo de lo político que se parezca a la realidad general de un país que no se ha dejado derrotar por la mayor crisis social y económica de nuestra historia, y que en lugar de eso construye posibilidades en medio de las adversidades, logrando vencer la inacción de las instituciones de gobierno y la orfandad de dirigencia política comprometida con las causas reivindicativas que ha producido nuestro presente.
Los últimos meses de dinámica política hacen ostensible aprendizajes en espacios impensados por la dirigencia política, donde ciudadanos y liderazgos sin mayor presencia en las cámaras de eco que obnubilan a la dirigencia política, han sido capaces de resistir al embate de la dominación autoritaria, al atraso social y al fatalismo que juega a favor del conformismo, y donde se dan pequeños, pero no desdeñables ejemplos de unificación e integración de actores sociales para la defensa del interés general de una comunidad en particular.
Tal cual como es obligatorio desterrar el caudillismo que jugó a favor de la fragmentación del territorio venezolano y la violencia social, también es pertinente cancelar la lógica del montonerismo devenido en faccionalismo ignorante y pretencioso que se entretiene más en la misión de lograr un mejor estatus en medio de un ecosistema de partidos atomizados, que en aprender a generar espacios de encuentro y unión popular.
La independencia es la madre de la democracia venezolana. Y la democracia debe ser madre de un logro republicano trascendental que nos permita rescatar el sentido de nación bajo los principios de unidad e integración.
Lcdo. Héctor Azuaje Mendoza
Historiador